jueves, 25 de febrero de 2010

Subway, the film.

No me gusta la gente. Es un hecho del que soy consciente desde bien pequeño. Pero hay algo que entra en contradicción con esto. Me encanta viajar en metro. No me gusta la gente, pero encuentro fascinante observar a las personas, y no hay mejor sitio que el metro, donde en hora punta se concentra un gran número de ellas.

Siempre llevo música o un libro para pasar el rato, pero dedico más tiempo a mirar a todos los que me rodean he invento historias y personalidades para cada uno de ellos. Allí me encuentro a la que se enfrenta a un niñato gilipollas, que se cuela en el metro empujándola (que va vestido igual que su novia, por cierto) y lo denuncia a un vigilante, olé sus ovarios! estoy con ella. También está la anoréxica con aires de modelo que se retuerce nerviosamente los dedos de la mano. La divina que se ha levantado 2 horas antes para maquillarse, peinarse y gasearte con su caro perfume. El padre de familia en los 50, al que su mujer le compra la ropa y viste y se peina demasiado moderno para su incipiente calvicie y su tensa barriga. Al que tiene pintas de cura, vestido todo en gris oscuro casi negro con gafas de los 70. Cerca está el que lleva las gafas tan sucias que es un milagro que se desenvuelva con facilidad entre el gentío. La sudamericana amargada que piensa en el duro día de trabajo que le espera cuidando a esa ancianita que tanto detesta. A la que me observa mientras miro a todo el mundo con una media sonrisa en el rostro. Se sienta junto a mi el que aprovecha el trayecto para repasar las facturas caseras y entra corriendo el que siempre llega tarde al trabajo.

Disfruto cada viaje como si de una película se tratase, y al salir del túnel a al luz del día tengo la misma sensación que cuando salgo de un cine. Intento retener todo lo que he visto, pero son demasiadas vidas e historias para un solo cerebro.

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